16 Dic La figura del cuidador en la Tercera Edad
En muchas ocasiones las personas dependientes requieren de una atención que la mayoría de las veces sus familiares no tienen la capacidad de ofrecerles. Esto suele provocar conflictos familiares de mayor o menor gravedad. Y es que el hecho de afrontar la nueva situación de un miembro de la familia que necesita de estos cuidados, normalmente causa importantes cambios en el sistema familiar.
Dichos cambios pueden ocasionar crisis que ponen en peligro la estabilidad de la familia, pudiendo afectar a todos sus componentes, especialmente al cuidador principal, que es el miembro de la familia que tiene que asumir la mayor parte de la sobrecarga física y emocional de los cuidados. Es muy importante, en este sentido, que la persona encargada de proporcionar cuidados sea muy consciente de las consecuencias tanto físicas como emocionales que puede padecer el dependiente.
La carga de responsabilidad que tiene que asumir el cuidador/a depende, sobre todo, del grado de dependencia que sufre la persona atendida. No obstante, por lo general su día a día conlleva una dedicación permanente, ya que lo más habitual es que tenga que ocuparse, entre otras labores, de la higiene personal, la alimentación, el control de la medicación, la limpieza del hogar y las actividades de ocio y tiempo libre del dependiente. Y todo esto sin olvidar su propia vida.
Esto da lugar a que la persona cuidadora se vea obligada a dejar de lado sus necesidades personales a cambio de atender a las del paciente. Esta situación, con el paso del tiempo, ocasiona una serie de problemas tanto a nivel físico como psicológico o social que pueden desembocar en el conocido “síndrome del cuidador/a” debido al estrés crónico y continuado que provoca el hecho de afrontar todos los días la misma rutina que supone cuidar a una persona con dependencia.
En este sentido hay que tener en cuenta que los cuidadores también deben ser atendidos y valorados debidamente y que no se les puede exigir ni someter a responsabilidades que superen sus capacidades. Es decir, no se les pueden marcar objetivos que están fuera de su alcance o que pongan en riesgo su propia salud, tanto física como mental.
Cuando hablamos de cuidador/a o persona cuidadora podemos diferenciar dos tipos: por un lado, la figura del cuidador formal, que posee una cualificación académica específica y con un contrato remunerado que le exige ejercer su labor dentro un horario concreto establecido por las administraciones públicas y privadas, y, por otro, de la figura del cuidador informal que hace referencia a aquellas personas (familiares, amigos, voluntarios) que dedican su tiempo a atender y cuidar a sus seres queridos sin recibir a cambio ninguna prestación económica. En este segundo caso, la poca formación específica de la que disponen para llevar a cabo las funciones anteriormente mencionadas, hace que su desempeño se vea más perjudicado que en el caso de los/as cuidadores profesionales.
Cabe decir con respeto a este tema, que es de vital importancia la necesidad de que la persona cuidadora tenga interiorizadas y asumidas una serie de consideraciones que son fundamentales para llevar a cabo un adecuado desempeño de esta tarea. Por un lado, es indispensable ser consciente de los derechos básicos de las personas mayores que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad. Por otro, se debe respetar su integridad física y psicológica garantizando su integración y su no discriminación y, por supuesto, alabando sus logros y motivándolos constantemente en la realización de sus actividades diarias.
Por último, es necesario que el cuidador/a garantice el bienestar y la autonomía del mayor para que, ante todo, no pierda la capacidad de tomar sus propias decisiones y de mantener sus opiniones personales y estilo de vida. A la vez, esta figura debe reunir otras cualidades tales como la empatía, escucha activa, tacto humano, respeto, comprensión, paciencia y vocación. No hay que olvidar tampoco que su labor debe ir muy encaminada a compensar en la medida de lo posible el aislamiento que suele experimentar la persona cuidada, evitando así la temida y, no por ello poco frecuente, soledad.
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